Quizá
lo que más impresiona al viajero que llega a Grecia sea la
prodigalidad del sol y esa
luz deslumbrante, omnipresente en toda
su geografía y época del año, que ilumina intensamente el mar y
las tierras griegas.
No
es casualidad que las deidades del sol y la luz, Helios y Apolo
tuvieran tanta relevancia en la mitología griega que así plasmaba
la veneración popular por estas dos supremas fuentes de vida y
energía tan cercanas y complementarias entre sí.
El
sol y la luz son distintos en Grecia y
diferentes del resto del
Mediterráneo. No se
trata de una impresión medible aunque lo fuera para Cousteau
y su equipo del Calypso
cuando llegaron al Egeo y tuvieron que reajustar diafragmas y
objetivos una y otra vez ante la explosión
de luminosidad de aquel mar; es una
sensación de claridad extrema la
que invade al visitante, de
saturación del color
y las texturas, de la temperatura de las tonalidades, de un
aire resplandeciente que empieza a
elevarse con las dulces y rosadas auroras que cantaba Homero, se hace
casi sólido en las sofocantes canículas
del mediodía y muere espectacularmente en las
sangrientas y bellísimas puestas de sol
de cada día. Semejante luminosidad tendría que influir
necesariamente en la clarividencia de sus habitantes y tal vez sea
eso el origen de la excepcional inteligencia y aportaciones a la
humanidad que surgieron en esa geografía.
No
nos extrañe que la luz y el pensamiento
se confundieran durante mucho tiempo y
fueran sinónimos en la antigua Grecia como luego lo fueron más
tarde en Europa, cuando salimos de la oscuridad de la ignorancia y
recuperamos la luz de la razón.
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